"Algo huele a podrido en el deporte" por David López Sandoval (Profesor del IES Los Cantos de Bullas).
Cómo está el patio nacional. Ahora resulta que los franceses van de graciosos y ponen en duda la honorabilidad de algunos deportistas españoles. La condena a Contador les ha elevado los índices de chovinismo hasta cotas exageradas. Hay quien dice que eso es lo que tiene ser gabacho y no haber ganado ni una medalla de plástico siquiera desde que Dios se puso a descansar el séptimo día. Ahora bien, tampoco vayamos nosotros de listillos por la vida. Ellos se han pasado, sí, pero no me negaréis que la reacción patria ha estado a la altura de la bromita de los guiñoles. Cada vez que en alguna tertulia he oído eso de que nos tienen envidia, no he podido evitar los temblores de la muerte, y no solo por los tertulianos, sino por el impostado gesto patriotero que parece haber calado con inusitada fortuna en esta nuestra discutida y discutible nación.
Porque aquí lo importante no es que se atente contra nuestro honor o que los franchutes hayan actuado como lo que son: franchutes. Aquí lo que tiene miga es que una vez más ni dios se atreva a tratar el tema con valentía. Esto del dopaje es un cachondeo. Y, como muestra, los botones que os dejo para que reflexionéis sobre el tema.
Por un lado resulta que el deporte, tal y como lo resucitó el Barón de Coubertin en aquellos primeros Juegos Olímpicos de 1896 (recordad el lema -un pelín nazi, todo hay que decirlo- de “citius, altius, fortius”), ha tomado el sentido originario de la palabra “competición” y le ha metido tal chute de anfetaminas -nunca mejor dicho- que lo ha convertido en algo semejante al reto individual del deportista de ser más rápido, más alto y más fuerte, no que los demás, sino que él mismo. Esta obsesión de las plusmarcas y de los récords no existía en las almas de los inventores del deporte, los griegos, quienes siempre competían con un rival y sabían que el desafío debía empezar y acabar en la palestra o en la pista de carreras. Si a eso le añadimos el tinglado que, desde hace décadas, se ha montado en torno a ciertos espectáculos deportivos, y que estos han terminado moviendo una pasta gansa gracias a nuestra querencia por el pan y el circo, ¿la cosa no estaría clara?: el dopaje existe porque el deporte actual -y el negocio que le acompaña- siempre exige más del deportista.
Pero, por otro lado, aquí hay un pequeño problema: todos, incluidos los deportistas, somos un atajo de mortales que tenemos, ay, un tope. Por lo tanto, ¿no habría aquí una contradicción del mismo sistema? Claro, pensaréis, hay unas reglas que todos tienen que cumplir. Y un servidor está de acuerdo. Pero, ¿por qué diablos desde pequeñito, cuando tu papi o tu mami te llevaron a aquel partido donde había un ojeador del Barça, o cuando, en vez de regalarte un osito de peluche, te pusieron una raqueta en la mano y te martirizaron con sesiones de entrenamiento de seis horas diarias, te han pedido que te dejaras la vida para progresar en tus marcas, para ganar cada vez más torneos, para superarte, y ahora te escatiman lo único que, al tocar techo, te puede ayudar a seguir adelante?
Aunque en realidad, si lo del dopaje tiene guasa no es por este moderno concepto del deporte o por la contradicción que acarrea -aspectos ambos que parece favorecer a veces el mismo dopaje- sino porque desde hace tiempo se ha convertido en un recurso muy utilizado por ciertos poderes para sacar tajada. Es un secreto a voces que en el deporte de competición las agujas y los complementos vitamínicos dudosos están a la orden del día, y que solo trasciende una mínima parte de los casos que en realidad existen. Las preguntas que un servidor se plantea entonces son: ¿por qué nos enteramos de unos pocos?, ¿qué es lo que tienen esos casos que llegan a la luz pública que no posean los demás que permanecen en la oscuridad de los entrenamientos?, ¿a qué intereses sirven? Si hacemos un repaso de la historia reciente, las acusaciones de doping se han sucedido potenciadas siempre por medios de comunicación que han convertido a los implicados en auténticos yonquis -recuérdese la Operación Puerto-, o por dudosos intereses -incluidos los políticos- que han intentado arruinar la carrera de algún deportista -véase el caso de Marta Domínguez-. ¿Es el dopaje un aspecto más de esa gran masa informe a la que solemos llamar hipocresía social? ¿Es una simple excusa? ¿Es un arma que el poder controla y administra a su antojo?
Yo no sé a vosotros, pero a mí los guiñoles franceses no me parecen especialmente importantes, sino un síntoma más de que aquí algo huele a podrido.
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